sábado, 24 de mayo de 2008

Sicilia y su maffia

Me ubicaron en medio de dos tremendos sicilianos los que me dijeron que me mantuviera tranquilo, ya que si no hacia ningún escándalo nada me iba a pasar. Arrancaron raudamente, me vendaron los ojos y pasado un tiempo, que a mi me pareció una eternidad, bajamos, ya sin la venda, en una vieja mansión al pie de las montañas. Me hicieron entrar en un gran salón y me sentaron frente a una persona medianamente joven, traje, sombrero y anteojos negros, quien se presentó como Pascual Yovane, sobrino de Don Santino Gotelli, que era el Capo de tutti cappi de Sicilia, alcalde de la ciudad y presidente del club Palermo, con grandes conexiones en toda Roma, con jueces y miembros del episcopado, con los que mantenía excelentes relaciones, y que si yo accedía a su pedido, nada me pasaría, y sería devuelto adonde paraba la delegación. Lo que tenía que hacer era escribirle una nota a Ameli-Nicolini, a quien ellos conocían perfectamente, explicando que no jugaría esa tarde, y que no me buscaran ni denunciaran mi falta ya que pondrían en riesgo mi vida. Según me enteré después, el motivo de mi secuestro era que el tipo realizaba grandes apuestas a favor del equipo local, y para asegurar su triunfo, quería impedir que yo jugara, Me negué a hacer tal cosa, ante la furia del tal Pascual, cuando entró en el salón un emisario muy apurado y conversó al oído con mi captor, quien puso cara de pánico, y habló con uno de los que me habían traído. Nuevamente me vendaron los ojos y me condujeron a otro auto, donde partimos seguidamente; al rato de andar me sacaron las vendas y me encontré en otra gran mansión muy hermosa con un gran parque lleno de árboles frutales y flores. Fui nuevamente introducido en un gran comedor, donde se encontraba un hombre de cierta edad vestido, como los pobladores, con traje y gran sombrero negro y un chaleco cruzado por una gran cadena de oro que sostenía un reloj del mismo metal. Se puso a mi lado, me estrechó en un gran abrazo, diciéndome: Tu eres el famoso Bambino, por quien siempre he tenido gran admiración, no me he perdido oportunidad de verte jugar cuando he viajado a Roma. Soy Don Santiago, y te pido disculpas por la torpeza del idiota de mi sobrino y su conducta. Afortunadamente estoy siempre enterado de lo que pasa en mis dominios, y este tarambana no iba a salirse con las suyas, menos sin mi consentimiento, por lo que ya será debidamente castigado, y nuevamente te ruego me disculpes, y a partir de ahora serás mi huésped de honor, compartiendo nuestro humilde almuerzo. Aliviado, le agradecí sus muestras de afecto, pidiéndole me disculpara, pero debía almorzar con el resto del equipo, ya que mi ausencia llamaría la atención.
Aceptó mi pedido, reiterándome sus muestras de amistad, y quedando a mi disposición para cualquier problema que tuviera. Partí agradecido, solicitándome don Santiago jugara como sabia, ya que concurriría esa tarde a ver el partido.
Llegué afortunadamente sano y salvo a la hora del almuerzo, donde ya extrañaban mi tardanza. Comimos, como de costumbre tuvimos una breve siesta y nos dirigimos al estadio para prepararnos para el partido. Nos asombró, al salir a la cancha, la multitud que había, todos vivando al Palermo con desmedido entusiasmo. No bien comenzó el partido en veloz escapada el Palermo se puso en ventaja, ante el ensordecedor griterío de la multitud. Estábamos dominando el partido sin poder concretar, cuando ante un mal pase nuestro, en otra veloz corrida nos hicieron el segundo tanto, ante el delirio de la muchedumbre y nuestro asombro.
Terminado el primer tiempo, nos juntamos y conversamos seriamente con el entrenador, nos miramos con Peppino y salimos a dejar todo en la cancha. Cambió por completo la situación con un claro dominio nuestro y en dos acertadas combinaciones con Peppino establecimos la igualdad. Minutos después intercepté un pase en mitad de la cancha, y eludiendo rivales descoloqué al arquero y metí el gol del triunfo, ante el sepulcral silencio de todo el estadio y unos aplausos que advertí en el palco de honor y que partían de don Santiago. Quien terminado el encuentro vino a los vestuarios a saludar al equipo y me felicitó en un estrecho abrazo asegurándome nuevamente su amistad, e invitándonos a la alcaldía donde se serviría un vino de honor. También se saludó afectuosamente con Amelie-Nicolini, y allí terminó mi aventura en tierras de los limoneros y de la maffia italiana...

Llegamos el día anterior al partido, recibidos por una muchedumbre que nos trató amablemente durante toda nuestra estadía, salvo el episodio que me tuvo por protagonista. La mañana del partido, solicité permiso para caminar por los alrededores de esta hermosa ciudad, que aun mantenía el ritmo de otras épocas, con sus mujeres concurriendo a la misa en la iglesia frente a la plaza, donde también, sentados fumando sus pipas, con sus trajes y sombreros negros, estaban los notables del pueblo. Caminaba lentamente observando todos los detalles, cuando paró a mi lado un auto del que bajaron dos personas, que me introdujeron en el mismo a los empujones, sin darme tiempo a reaccionar.
Comenzamos un nuevo torneo, y en la primera fecha tendríamos que enfrentar al recientemente ascendido equipo de la Unión Sportiva Citta di Palermo -el Palermo, así lo conocían-. Ya toda la ciudad estaba convulsionada por nuestra llegada, porque no había sido frecuente jugar contra un gran equipo, a pesar de que el plantel de ellos eran todos muy jóvenes jugadores que habían hecho una gran campaña hasta obtener el ascenso.

lunes, 19 de mayo de 2008

El lento regreso

Volví al fútbol. Ganamos todo, nuevamente el campeonato de la liga de Italia, junto con la copa de Europa, ya formábamos con Yepetto una pareja imparable. Conocimos países donde nunca hubiera soñado poder estar, fui agasajado por Reyes, Presidentes, grandes dignatarios, y acosado por cuanto periodista existiera, ya me había hecho ducho en encontrar respuestas a todas las preguntas -que eran casi siempre las mismas-, y a esquivar elegantemente las referidas a mi vida privada, ya que me inventaban toda clase de romances, los que siempre desmentía con una sonrisa, aunque algunos tuvieran cierta dosis de credibilidad con alguna vedette de turno, que siempre solían tener muy poca duración. Ante la satisfecha protección de Carla, que a estas alturas se había convertido en mi ángel guardián, y también celoso cancerbero, siempre fiel a la memoria de la condesa, a la cual yo también me aferraba.

Llegaron las esperadas vacaciones, en las que tendría lugar la boda de Yepetto, con la angelical novia hija de aquel alto dignatario laico de la iglesia. Tenían proyectado la boda civil en Roma con una gran fiesta, y luego el casamiento por iglesia en una ceremonia mas íntima en el pueblo donde había nacido, donde ya se rumoreaba un gran recibimiento y el nombramiento de Yepetto como ciudadano ilustre.

El novio, sabiendo que asistirían a la boda todos los pobladores del villorio y también de las aldeas vecinas, había enviado con anticipación grandes cantidades de vituallas y bebidas. Yo hice preparar a un joyero una cadena de oro y rubíes donde iría engarzada la medalla que me regaló el Papa cuando nos recibió en nuestro primer triunfo en la copa, lo que fue para la novia un muy emotivo y valioso regalo. También, por aquellos días, me visitó la niña de Capri con la cual manteníamos cordiales relaciones. El motivo, invitarme a la boda de su hermana, y rogarme, ya que estabámos en época de receso, si no podía llevar a algunos integrantes del equipo, dado que los novios y todo Capri eran fanáticos de nuestro Club y sería un honor para ellos tenerlos en la ceremonia, junto a sus familiares. Sin querer comprometerme, le contesté que vería qué podía hacer.

Al plantear en el club la invitación, fue grande mi sorpresa al ver que casi todo el plantel la aceptaba muy complacido. Cuando puse la noticia en conocimiento de Alicia, brincó de alegría, y me estampó un tremendo beso.

Habían contratado un vaporetto que nos llevaría por la mañana, y regresaríamos una vez terminada la fiesta. Fue un hermoso y animado viaje, ya que con nosotros viajó una orquesta contratada para la boda y estuvieron amenizando el viaje con alegres melodías. Una vez arribados, nos trasladaron al ayuntamiento de Capri, donde su alcalde entregó a cada integrante del equipo las llaves de la ciudad, ante la aclamación de todos los habitantes que ya estaban reunidos en la plaza del pueblo aguardando nuestra llegada.

De allí fuimos todos en comitiva al castillo de Anacapri, donde se realizó la ceremonia y la posterior fiesta; nos agasajaron espléndidamente con toda clase de exquisitos manjares y bebidas, a las que dimos excelente trato. Esta vez, junto con Ameli-Nicolini nos excedimos alegremente con el buen vino, no recuerdo con quien bailamos, después de hacerlo con la novia y su madre ya perdimos el control, y creo que hasta bailé una tarantela con la abuela de las niñas... A una hora ya no tan prudente iniciamos el regreso, ante los pedidos de los familiares y demás lugareños que se negaban a dejarnos partir. Igualmente lo hicimos, aprovechando el viaje de regreso para dormir, teniendo que sacudirnos al llegar para despertarnos, y volver a nuestros hábitos. Luego de tan alegre episodio, al bajar a tierra, me encontré con la sorpresa de ver a mi lado a Alicia, quien me dijo que venia por un mes a Roma, para prepararse para unos exámenes, y como conocía las comodidades de mi casa me pedía si no podría hospedarla en ella durante su estadía. No lo dude, aceptando con la condición de que no interfiriera para nada con Carla. Nos instalamos ante su reprobatoria mirada, y posterior sermón, aplacado un poco por mi información de que al terminar sus estudios regresaría inmediatamente a su terruño. Esa noche, cada cual ocupó su respectivo dormitorio, lo que no sucedió en las noches siguientes, en que compartimos mi cama algunas veces y la suya en otras, para evitar las previsibles admoniciones de Carla.

Terminado el plazo estipulado, ella partió de regreso, teniendo que aclararle a Carla, que todavía nadie me haría perder el recuerdo imborrable que mantenía de la Condesa...

sábado, 17 de mayo de 2008

La vida sin la Condesa

Cuando llegamos a mi casa nos recibió Carla, una mujer que trabajaba en la casa de la condesa, huérfana, y que habían traído del interior los padres de Maria Elena, con quien prácticamente se había criado, pasando desde doncella a ama de llaves, amiga y confidente, y con quien la unían un gran cariño y respeto. A la muerte de la condesa, a pesar de haber quedado muy bien económicamente, se negaba a abandonar la casa, hasta que Ameli-Nicolini, tuvo la idea de que podía venir a trabajar conmigo, ocupando el mismo lugar que en su anterior trabajo. Como esta mujer había simpatizado mucho conmigo, acepto complacida, convirtiéndose en gran colaboradora, ya que manejaba con total autoridad mis cosas, a la vez que su presencia era un permanente recuerdo de mi amada. Bien, con Ameli, dejamos todo dispuesto para que manejara todos los bienes que me habían sido legados, repartiendo los beneficios entre entidades de ayuda a la niñez, y con un expreso pedido mío de crear una escuelita de futbol entre los chicos vagabundos de Roma, que eran muchos.

Así terminó esta dolorosa parte de mi vida.

Seguí con mi futbol, pero ahora quiero dejar este capitulo, ya que al recordar todas estas vivencias me ha quedado una gran congoja.

Haré un intervalo, para contar a Vds, un par de anécdotas del viejo-viejo Morón que me fueron relatadas por una viejas tías de mi madre, dos ancianas solteronas que vivían recluidas en un grande y hermoso caserón en pleno centro, con esa clásica entrada de aquella época de un hall todo cubiertas sus paredes con coloridos vitraux y lleno de grandes macetas repletas de helechos. Vivía con ellas un hermano, el Mingo Levaggi, encargado de dilapidar la fortuna heredada por los tres, de sus padres y tíos, fuertes comerciantes de aquella época.

Morón por entonces era una pequeña aldea, donde tenía la terminal el tren a vapor que llegaba desde la estación Miserere, después Once. Corrían dos diarios, los pasajeros viajaban en suntuosos compartimientos cerrados.

Pasajero habitual era un señor Ignacio Correa, adinerado socio del Jokey Club, y que poseía en las afueras de Morón una cabaña dedicada a la crianza de caballos de carrera. Este señor venía por la mañana, y regresaba en el tren de la tarde. En Morón la única calle empedrada era Rivadavia, después todo era tierra.

A don Ignacio lo venía a buscar un sulki que lo trasladaba hasta la estancia, a pocas leguas de la estación, y vieran el respeto y la atención que existía en aquella época, ya que el tren no regresaba hasta la llegada del Sr. Correa, quien a veces se retrasaba, y estando todo preparado para la partida, el jefe de estación y el maquinista del tren se apostaban en medio de la calle, esperando ver la polvareda que levantaba el sulki, señal de que venia el distinguido pasajero... ¡Qué tiempos!

Otra de la misma época. Por entonces, en la esquina de la estación, estaba la fonda de La Vasca, luego la clásica talabartería, con ese hermoso olor a cueros curtidos, donde manualmente se elaboraban monturas, riendas, rebenques, y toda clase de artículos de cuero de gran uso entonces, luego, al dar vuelta la esquina, estaba la peluquería de Sabino Brioli, única del pueblo. Este hombre, gran viajero, en uno de sus viajes lo había picado la mosca tsé-tsé, creo ya extinguida, y cuya picadura producía la enfermedad del sueño, es decir el depositario, quedaba repentinamente -donde y como fuese-, sumido en un gran sopor, que desaparecía generalmente a los pocos minutos. Un día de verano de intenso calor, llegó la hora de salida del tren. Estaba todo en orden, Don Ignacio Correa inclusive, pero faltaba el maquinista, lo entraron a buscar con gran apuro y desasosiego, primero en la fonda, luego por la talabartería, sin éxito, hasta que a alguien se le ocurrió correrse hasta la peluquería de Sabino, donde estaba sentado en el sillón con la cara llena de espuma el maquinista totalmente dormido por el calor reinante, y apoyado en su pecho, con la navaja en la mano, también apaciblemente dormido, el peluquero, víctima del mal de la mosca tsé-tsé... ¡Que tiempos!...