sábado, 17 de mayo de 2008

La vida sin la Condesa

Cuando llegamos a mi casa nos recibió Carla, una mujer que trabajaba en la casa de la condesa, huérfana, y que habían traído del interior los padres de Maria Elena, con quien prácticamente se había criado, pasando desde doncella a ama de llaves, amiga y confidente, y con quien la unían un gran cariño y respeto. A la muerte de la condesa, a pesar de haber quedado muy bien económicamente, se negaba a abandonar la casa, hasta que Ameli-Nicolini, tuvo la idea de que podía venir a trabajar conmigo, ocupando el mismo lugar que en su anterior trabajo. Como esta mujer había simpatizado mucho conmigo, acepto complacida, convirtiéndose en gran colaboradora, ya que manejaba con total autoridad mis cosas, a la vez que su presencia era un permanente recuerdo de mi amada. Bien, con Ameli, dejamos todo dispuesto para que manejara todos los bienes que me habían sido legados, repartiendo los beneficios entre entidades de ayuda a la niñez, y con un expreso pedido mío de crear una escuelita de futbol entre los chicos vagabundos de Roma, que eran muchos.

Así terminó esta dolorosa parte de mi vida.

Seguí con mi futbol, pero ahora quiero dejar este capitulo, ya que al recordar todas estas vivencias me ha quedado una gran congoja.

Haré un intervalo, para contar a Vds, un par de anécdotas del viejo-viejo Morón que me fueron relatadas por una viejas tías de mi madre, dos ancianas solteronas que vivían recluidas en un grande y hermoso caserón en pleno centro, con esa clásica entrada de aquella época de un hall todo cubiertas sus paredes con coloridos vitraux y lleno de grandes macetas repletas de helechos. Vivía con ellas un hermano, el Mingo Levaggi, encargado de dilapidar la fortuna heredada por los tres, de sus padres y tíos, fuertes comerciantes de aquella época.

Morón por entonces era una pequeña aldea, donde tenía la terminal el tren a vapor que llegaba desde la estación Miserere, después Once. Corrían dos diarios, los pasajeros viajaban en suntuosos compartimientos cerrados.

Pasajero habitual era un señor Ignacio Correa, adinerado socio del Jokey Club, y que poseía en las afueras de Morón una cabaña dedicada a la crianza de caballos de carrera. Este señor venía por la mañana, y regresaba en el tren de la tarde. En Morón la única calle empedrada era Rivadavia, después todo era tierra.

A don Ignacio lo venía a buscar un sulki que lo trasladaba hasta la estancia, a pocas leguas de la estación, y vieran el respeto y la atención que existía en aquella época, ya que el tren no regresaba hasta la llegada del Sr. Correa, quien a veces se retrasaba, y estando todo preparado para la partida, el jefe de estación y el maquinista del tren se apostaban en medio de la calle, esperando ver la polvareda que levantaba el sulki, señal de que venia el distinguido pasajero... ¡Qué tiempos!

Otra de la misma época. Por entonces, en la esquina de la estación, estaba la fonda de La Vasca, luego la clásica talabartería, con ese hermoso olor a cueros curtidos, donde manualmente se elaboraban monturas, riendas, rebenques, y toda clase de artículos de cuero de gran uso entonces, luego, al dar vuelta la esquina, estaba la peluquería de Sabino Brioli, única del pueblo. Este hombre, gran viajero, en uno de sus viajes lo había picado la mosca tsé-tsé, creo ya extinguida, y cuya picadura producía la enfermedad del sueño, es decir el depositario, quedaba repentinamente -donde y como fuese-, sumido en un gran sopor, que desaparecía generalmente a los pocos minutos. Un día de verano de intenso calor, llegó la hora de salida del tren. Estaba todo en orden, Don Ignacio Correa inclusive, pero faltaba el maquinista, lo entraron a buscar con gran apuro y desasosiego, primero en la fonda, luego por la talabartería, sin éxito, hasta que a alguien se le ocurrió correrse hasta la peluquería de Sabino, donde estaba sentado en el sillón con la cara llena de espuma el maquinista totalmente dormido por el calor reinante, y apoyado en su pecho, con la navaja en la mano, también apaciblemente dormido, el peluquero, víctima del mal de la mosca tsé-tsé... ¡Que tiempos!...

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