jueves, 8 de noviembre de 2007

De nuevo ¿el amor?

Estaba una soleada mañana paseando por la Recoleta y paré en la vereda del famoso bar La Tuerca. Al lado mío estaba un hombre joven, muy bien vestido, cuando vimos venir dos hermosas mujeres que caminaban como a nuestro encuentro.
Mi vecino se acercó y muy disimuladamente me dijo:
-Ayudame pibe, hace lo que yo diga-, y se acercó a una de las damas. Tomándola del brazo vino hacia donde estábamos esperando la otra niña y yo, diciendo:
-Mirá qué casualidad, con Ernesto las estábamos esperando, él a su novia y yo a vos. ¡Y llegan las dos al mismo tiempo?
La otra chica, que captó la situación, se colgó de mi brazo -yo no entendia nada-; hubo presentaciones, vagas palabras de cortesía, y el presunto matrimonio partió, dejándome en la compañia de la otra niña, que me preguntó:
-¿Vos sos amigo del Coco?
-No,ni lo conozco.
-¿Pero serás de la barra que se junta aqui?
-Tampoco, pero podemos tomar un cafe.
-Decime, ¿en que te ocupas?
-En nada, quedé sin laburo y en estos momentos soy un seco desocupado.
-¿Y vos querés salir conmigo?- me espetó la mina,y dándome un carterazo en pleno rostro, partió con destino desconocido...

Días más tarde dio la casualidad que me encontré con el famoso Coco, quien me agradeció efusivamente con un gran abrazo, ya que lo habia salvado, pues por error se habia citado a la misma hora y en el mismo lugar con su esposa y con su amante.
De inmediato me invitó a compartir la mesa de La Tuerca con un grupo de amigos que se reunían habitualmente en el lugar, casi todos estancieros, o gente adinerada que pasaba las horas hablando de autos (muchos eran corredores), y si no de modelos y coristas. Me aceptaron de inmediato -todos tipazos fenómenos- y pasé a ser miembro de la cofradía. Enterado uno de ellos de que estaba sin trabajo, me ofreció el gerenciamiento de un gran camping que tenía en las orillas del mar, cerca de Villa Gessel.
Me llevó a verlo, y superaba lo que yo había imaginado: un extenso lugar, con muchas cabañas y una frondosa arboleda, todo sobre la costa del mar, con su muelle y lanchas para practicar la pesca, donde venia habitualmente mucha gente adinerada a practicar su deporte favorito y también muchos de los vagos amigos de La Tuerca con alguna amiguita a quedarse un par de dias.
Acepté de inmediato, sin hacerme rogar, ya que mi trabajo consistía en dirigir todo, observar al personal, que todo estuviera bien limpio y encargarme de las compras para el bar-resto que había también instalado.
Al día siguiente me hice cargo. Todo el dia en bermudas, luciendo mi fisico, que en aquel entonces era un lujo, muchas relaciones públicas y alguna vez, componiendo algún motor fuera de borda que se resistía a arrancar, conocimientos que habia aprendido en el taller de los hermanos Gálvez, extraordinarios corredores de autos y eximios mecanicos, adonde íbamos frecuentemente los vagos de La Tuerca a tomar mate, mientras observabábamos cómo preparaban sus autos de carrera, ocasión en que yo aprovechaba para aprender rudimentos mecanicos, que luego me fueron de gran utilidad. Un dia llegó al camping un buen señor en un poderoso auto importado, acompañado por su esposa. Se instalaron y él inmediatamente salió solo a pescar, que según me comentó era su gran aficion. Su señora, una hermosa muñequita, no compartia sus gustos y se quedaba paseando por el parque o leyendo sentada bajo algún árbol. Olvidé decirles que el tipo era grande como un ropero mientas que la señora parecía un falderillo a su lado.
Yo tenía para mi uso un viejo Falcon, pero en muy buen estado, con el que solía recorrer el camping para observar que todo estuviera en orden. Paseando con él, me crucé con la muñequita, a quien saludé acompañando el saludo con un florido piropo, siguiendo mi inveterada costumbre. No contaba, ¿o sí? con que la dama se subiera al auto y se me echara en mis brazos mientras buscaba anhelosamente mis labios. Le pedí que esperara un momento y nos dirigimos a un cercano bosquecillo, lejos de miradas indiscretas, donde comenzamos a sacarnos la poca ropa que llevábamos. En el entusiasmo propio de la situación, no escuché unos golpecitos en el vidrio del auto, que aumentaron hasta casi arrancar la puerta del mismo. Al levantar la vista me encontré con los ojos del ogro del marido, quien sospechando algo nos había seguido, y ahora lo tenía sacandome de un solo empujón del asiento. Intenté defenderme, pero de la primer trompada me tiró al suelo, subiéndose sobre mí, y moliéndome concienzudamente a trompadas. Cuando vio mi cara hecha un estropajo, se dedicó a darme cuantas patadas pudo, dejandome tirado en el suelo y marchándose con su mujer a la rastra. Cuando pude recobrarme un poco me levanté y un poco caminando y otro arrastrándome volvi al camping, donde me practicaron las primeras curaciones.
Por supuesto el ropero y su mujer habian partido sin pagar la cuenta y sin dejar rastro.
Estuve internado en el cercano hospital con varias costillas y dientes rojos, hasta que pude salir todavia con los ojos hinchados y lleno de moretones. Por supuesto, nadie mencionó lo ocurrido, solamente miradas socarronas, y eso sí, la gran gastada de mis amigos de La Tuerca, quienes todavía me recuerdan mi conquista...
Moraleja: Jamas vuelvas a decir piropos a mujeres casadas con maridos estilo ropero y menos estando él en las inmediaciones.

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