viernes, 18 de enero de 2008

La travesía

La vida en el barco transcurría llena de sorpresas, al menos para los tres que por vez primera efectuábamos tamaña travesía.

A nosotros se nos había instalado en primera clase, no sé si sería porque el trasatlántico iba medio vacío, y nunca traté de averiguarlo. Eso sí, toda la gente era en su mayoría muy bacana: diplomáticos, militares, o familias de mucha plata que iban en tren de turismo.

Yo tuve la fortuna de que Amelin-Nicolini me fuera asesorando en el comportamiento de a bordo: vestimentas, comidas -que eran una delicia, exquisitos manjares que nunca hubiera imaginado, y que si no fuera por la vigilancia de mi acompañante, habría llegado con quién sabe con cuántos kilos de más.

Luego, ese inmenso mar. Donde uno dirigiera la vista, sólo veía el oleaje y la estela que iba dejando el barco., y que yo, junto con mis dos compañeros de travesía, no nos cansábamos de admirar. Ellos, al igual que yo, preguntábamos cautamente cómo se debía proceder en cada una de las ocasiones, que eran muchas, ya que siempre teníamos toda clase de entretenimientos: bailes, teatro, casino, pileta y qué sé yo cuantas cosas. Muchas de las cuales no alcancé a disfrutar, ya que las charlas con mi compañero -que se había convertido en compinche- eran muchas, acerca de todo lo que podría pasar en el fútbol italiano, ya que eran contados los extranjeros que había, dónde viviría, la plata que me pagarían… todas cosas que yo ignoraba y que según Amelin ya tendría tiempo para descubrir, siempre con su asesoramiento.

A los pocos días de navegación me tropecé al salir del comedor con una angelical criatura de unos 16 años, que según averigüé, viajaba con sus progenitores. El padre iría a ocupar un cargo de cónsul en no recuerdo qué embajada. Como no viajaba nadie de nuestra edad, nos hicimos amigos. Lo que se transformó rápidamente en un apasionado romance. Nos ocultábamos bajo las lonas de los botes salvavidas, y allí pasábamos las horas entre apasionados besos y caricias. Amelín-Nicolin, que cancheramente lo había descubierto, me indicó que le avisara, que él se quedaría leyendo en cubierta, así nosotros podíamos disponer por entero de nuestro camarote. Así hicimos, y fue donde pasé gloriosos momentos y también descubrí que mi amada no era tan angelical como parecía, ya que me inició en algunas técnicas amatorias que desconocía. Descubrimos llenos de admiración, las luces de Río de Janeiro, pues llegamos de noche, y el barco quedaba anclado cerca del puerto, ya que según nos explicaron por su gran calado no podía llegar al mismo.

Así fueron transcurriendo los maravillosos días de esa inolvidable travesía, hasta que un día equivoqué el camino hacia el camarote y entré por un oscuro pasillo, donde al final, en una curva, me encontré a mi angelical pareja abrazada apasionadamente con un joven oficial de la tripulación. Al verme me hizo un mohín cariñoso, como si nada pasara, pero por mi lado di por terminada la relación. Convengamos que todavía era muy joven y no sabía encarar ese tipo de situaciones, así que hasta el arribo nuestra amistad fue paulatinamente enfriándose. Aún así la niña quedó en comunicarse conmigo, cosa que tampoco hizo jamás.

La llegada al lugar donde jugaría fue una sorpresa. Ya un montón de aficionados se había juntado para darme la bienvenida, junto con directivos del club, que por razones obvias no menciono, y me extrañó no ver ningún jugador, que después descubrí la razón.

Me alojaron en uno de los dormitorios del club, hasta que me encontraran donde vivir. También comía en el comedor del club, ya que tenia todas las comodidades, cosa a la cual yo no estaba todavía acostumbrado, y que junto a mi familia -que a pesar de aprovechar para conocer, también se ocupaban de mí-, estábamos asombrados por el trato que recibiera, así como de las comodidades del Club, cosa que aun no existían en Buenos Aires.

Y llegó por fin el día de mi presentación en sociedad, junto con la primera práctica, lo que dejare para la próxima.

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