lunes, 17 de marzo de 2008

El baile en lo del Conde de Pavia

Al dia siguiente, después de asearnos y desayunar copiosamente en los aposentos de la condesa, ella hizo un par de llamadas a Ampesso, poniendo sobre aviso al personal de nuestra llegada, para que tuvieran todo en orden para los días que pasariamos allá.
Yo tambien llamé al Club, avisando de mi partida, y me recomendaron muy seriamente que no intentara esquiar ni practicar ninguna clase de deporte que pudiera poner en riesgo mi físico. Acepté las condiciones y preparamos la partida. Ya en la puerta, estaba estacionado un poderoso Lancia Lamborghini con impecable chofer que portaba una canasta con vituallas para el viaje, y donde asomaban 3 botellas de champán, que depositó en los asientos traseros, separados del conductor por un vidrio opaco, para gozar de la mayor privacidad.
Maria Elena dio orden de que parara en un negocio de articulos deportivos, me pidió que esperara unos momentos, y fue con el empleado, compraron varios bolsos llenos de ropa de abrigo, camperas, gorros, bufandas, y qué sé yo cuántas cosas, todas para mi uso, ya que la condesa tenía allá todo lo necesario.
Emprendimos definitivamente el viaje, tomados de las manos como dos colegiales y mirándonos a los ojos. Ella pasaba su mano por mi mejilla. Comenzamos con tímidos besos de enamorados, haciendo de cuando en cuando paréntesis para picotear las delicatessen que nos habían preparado, acompañado con un champán muy fino (me aclaró María Elena que era de una de sus fincas que estaba al pie del Valle de Aosta, Liguria y producía el mejor champán de Europa, junto a un Cabernet Chardonnay que vendía a muy buen precio y ayudaba a acrecentar su ya cuantiosa fortuna.
Me dijo que terminada nuestra estadía en Cortina, iríamos a esa finca. Yo asentía a todo, notando que por cada copa de champan que yo bebía -por cierto no exageraba, ya que sabía cuidarme-, ella lo hacía por triplicado, aunque sin dejar notar que estaba embriagada. Claro, era mi primer y real amor, y aunque después hubo otros en mi vida, jamas pude olvidar; aun hoy recuerdo a la condesa Maria Elena Reviello: abrazado a ella, cientos de luciérnagas alumbraban todo mi entorno, era el hombre más feliz de la tierra.
Finalmente arribamos a su palacete cerca de Cortina, un poco alejado del pueblo, en un valle lleno de nieve, y con una espectacular vista. Aunque ya creía haberlo conocido todo, no pude salir de mi asombro al entrar en la mansión de la condesa. Enormes habitaciones todas completamente alfombradas y llenas de pinturas de autores muy conocidos y otras obras de arte de inapreciable valor. Despúes de recorrer el palacio, nos dirigimos a las habitaciones de Maria Elena, quien ordenó no se nos molestara. Allí, al lado de una amplia cama había una gran estufa, con crepitante fuego prendido y en el piso una mullida alfombra blanca. No bien quedamos solos, volvimos a hacer el amor tirados sobre la piel, y acunados por el crepitar de los leños al arder, sumidos en una somnoliencia y abrazados, completamente desnudos, yo en un momento de cordura pensaba cómo este pobre vago de la Boca podía haber llegado a conseguir todo eso. En un momento de tregua, miré a los ojos a la condesa y le pregunté:
-María Elena, estoy completamente enamorado de ti, ¿que me respondes a todo esto, tú también lo estás, o soy un simple entretenimiento en tu vida?
Ella me tomó la cara con sus dos manos y me respondió:
-Bambino tontito, ¿que crees que sentí cuando te vi por primera vez en el salón de la fiesta? Nunca me he sentido tan feliz como ahora, y sí, me tienes completamente enamorada...
Pasamos todo el día sin salir, nos trajeron comida al aposento, bebimos, siempre ella más que yo, y fueron incontables las veces que rodábamos de la cama a la alfombra en delicioso y delirante éxtasis.
A la mañana siguiente salimos a recorrer los alrededores caminando, y luego lo hicimos en trineo tirado por caballos, admirando el maravilloso espectáculo que nos brindaban los montes nevados, en total silencio, y sin cruzarnos, afortunadamente, con nadie.
A varios días de nuestra estadía, llegó un mensajero con una esquela para la condesa. Era del Conde de Pavia, primo del rey Victor Manuel, que enterado por algun miembro de la servidumbre de la presencia de la condesa, la invitaba al gran baile de disfraz que era la fiesta tradicional y más elegante en la temporada en Cortina.
María Elena me solicitó que fuéramos, ya que prácticamente estaba obligada a hacerlo, ahora que habían descubierto su estada allí. Al principio me negué, porque si nos veían juntos, probablemente fuera a ser perjudicial para ambos, ya que conociendo el sadismo de los medios, seguramente se ensañarían con nosotros.
Me contestó que iríamos muy bien ocultos tras nuestros disfraces, y que salvo el anfitrión -que sabía guardaría nuestra identidad-, nadie se percataría de nada. Fuimos, yo de rey mago con una copiosa barba que ocultaba mi rostro, y ella de hada –vaya si lo era-. Estaba magnífica con su maravilloso cuerpo, tapada la cara con un antifaz que tenía un género negro que ocultaba su rostro, como se usaba entonces.
Recuerdo que bailamos, bebimos, participamos de varias rondas, y ya estabamos algo achispados por el calor de las estufas y el vino que, ahora sí, habíamos tomado ambos muy abundantemente. Estábamos bailando alegremente, cuando una máscara disfrazada de pastora, pasó al lado mío y con su tocado me arrancó la barba y el antifaz. Inmediatamente todo el mundo me reconoció, acercándose a pedir autografos o darme besos. Entre tanto, la condesa había desaparecido discretamente, diciéndome al pasar que me esperaba en el auto, saliendo por la puerta trasera. Yo no me podía desligar de la admiración que habia despertado, todos querían tener un recuerdo mío y hasta varios sacaron fotos del momento. Finalmente, y con la ayuda de la servidumbre que había enviado el dueño de casa, pude zafar y salir por un pasaje despistando a la concurrencia, donde me esperaba muerta de risa María Elena.
Le pedí que partiéramos de regreso al siguiente día, a lo que accedió después de muchas súplicas, ya que quería proseguir la tan grata estadía, pero me hizo prometer que enseguida partiríamos para la campiña de Aosta, donde estaba su finca de viñas. Primero -le dije-, tendría que ver si la noticia habia transcendido y solicitar el permiso al club. Cuando llegamos, esperamos la noche para llegar a mi departamento, tratando de que nadie se enterase de mi llegada. A la mañana siguiente recibí un llamado del secretario del Club, donde solicitaba mi urgente presencia esa tarde, ya que habría una reunión de C.D. y necesitaban tener una charla conmigo. Continuaremos uno de estos días con la conversacion, y todo lo sucedido.

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