viernes, 8 de febrero de 2008

Capri



Nos concedían pocos días libres, debíamos informar puntualmente adonde iríamos, porque el plantel directivo y técnico nos tenían totalmente prohibido las entrevistas mediáticas, salvo que fueran autorizadas por ellos. Y con la presencia de algún miembro de la C.D. ya que para evitar falsas habladurías trataban de preservar nuestra vida privada.

En uno de esos días libres, decidimos con Yeppetto realizar una excursión a la isla de Capri, que no conocíamos. Luego de averiguar horarios, alquilamos un auto y nos dirigimos al puerto de Castellammare (Nápoles), desde donde salía un vaporeto, que por el mar Tirreno, nos llevaría a destino.

Cuando arribamos, quedamos un tanto desilusionados, ya que en el muelle solo se advertían unas cuantas barcas de pescadores y una pocas casas, todas edificadas muy juntas, como si no hubiera más lugar. Pero a poco de caminar por esas callecitas que subían y bajaban, todas muy angostas, con un antiquísimo empedrado y una bellísima vista al mar, fuimos quedando extasiados por el hermoso panorama y la belleza de la isla.

Nos sentamos en una especie de almacén y bar a tomar un vaso de vino, hecho allí mismo y un trozo de queso de cabra, que, junto con la caza y la pesca, eran los únicos productos con los que se alimentaban, y que por cierto eran muy ricos.

Estábamos disfrutando de la merienda y admirando el paisaje, cuando acertaron a pasar dos niñas, adolescentes muy bonitas, que al ver dos "extranjeros" como dijeran ellas, se detuvieron a conversar con nosotros, haciendo las preguntas de rigor: de dónde veníamos, y a qué nos dedicábamos, lo que contestamos amablemente.

Al enterarse de que pensábamos pasar el día, nos indicaron que debíamos conocer Anacapri, el lugar superior de la isla, donde había un hermoso bosque, con una antigua mansión, ahora convertida en posada y casa de comida, propiedad de sus padres, que eran suizos, de buena posición económica y que en una visita al lugar se habían encantado de sus bellezas, y como esa mansión con el bosque adyacente estaba en venta, la habían comprado, estableciéndose, y viviendo y explotando el restaurant con todo lo que proveía la naturaleza en la isla.

Un poco por curiosidad y otro por la atracción de las niñas, emprendimos la subida a Anacapri, que por cierto no era tan sencilla, pero merced a nuestra juventud y entrenamiento, realizamos conversando con las chicas, quienes nos informaron que ese antiguo "castillo" como lo denominaban los pobladores, había pertenecido a un famoso médico sueco, quien después de haber reunido una gran fortuna atendiendo, dada su gran formación, a casi toda la realeza y figuras importantes de Europa, había resuelto retirarse y escribir sus memorias en Anacapri, que había descubierto en una visita y donde pensó terminar sus días, acompañado de todos los animalitos del bosque, de los que se había convertido en protector, especialmente de los pájaros, que abundaban y que él arrojándoles semillas había acostumbrado a que acudieran en grandes cantidades al patio de su vivienda.

A cuento de ello, recuerdan los ancianos de la isla, que para el invierno acudía gente de Roma a cazar en cantidad los pájaros, ya que era una comida tradicional, la polenta con pajaritos, esta gente proveía a los más famosos restaurants con ellos y ganaban un muy buen sustento. Cuando el doctor Alexis Munthe –así se llamaba-, advirtió esta caza indiscriminada, montó en cólera, y trató de sacar a los cazadores por todos los medios posibles sin obtener ningún resultado, hasta que un día, ya cansado, compró en Roma un viejo cañón que instaló en su parque, y con el que disparaba para que los pájaros huyeran y no pudieran ser atrapados.

Pero esto tampoco le dio resultado, por lo que resolvió pedir una entrevista con el Papa, con quien tenia cierta amistad, para que intercediera ante las autoridades por ese problema. Lograda la entrevista, aunque sin decir el propósito de la misma, se trasladó al Vaticano. Mientras esperaba ser recibido, se acercó un cardenal secretario para informarle que iba a compartir el almuerzo con el Sumo Pontífice. El Dr. Munthe preguntó cual sería el menú, a lo que contestaron: "polenta con pajaritos"... Ignoramos como terminó la anécdota.

Nosotros fuimos muy bien recibidos por los padres de las niñas, quienes nos sirvieron de almuerzo un trozo de jabalí ahumado, cazado y preparado por ellos –delicioso-, acompañado por el vino producido también allí, muy grueso y perfumado de intenso sabor, pero que después del primer vaso se subía rápidamente a la cabeza, y que nosotros por supuesto evitamos. Terminado el mismo, emprendimos el regreso, acompañados por las chicas que se ofrecieron a guiarnos por los senderos del bosque, lo que aceptamos complacidos. Caía la tarde, faltaba para la partida del vaporeto, y nos encontramos en un frondoso parque cubierto de césped, donde paramos a descansar.

No tardamos en entrar en confianza con las chicas, que nos confesaron que raramente trataban con gente de nuestra edad, ya que en la isla los jóvenes emigraban rápidamente y sólo quedaban los pescadores y los cuidadores de las cabras, toda gente ya mayor. Quizá por el vino, o la quietud del atardecer, todo sucedió rápidamente y en menos que canta un gallo estábamos en brazos de las chicas, besándonos y acariciando frenéticamente, y por lógica entre gente joven y ardiente terminamos teniendo sexo sobre el césped. Momento maravilloso e irrepetible, que quedara grabado para siempre.

Con mucha nostalgia partimos, aunque advertidos por las niñas, de que quizá pronto volveríamos a vernos, ya que ellas cada tanto concurrían a Roma, para rendir materias de sus estudios.

Regresamos muy cansados por las emociones vividas, y cada uno se encaminó a su respectivo domicilio, sin cambiar demasiados comentarios, pero llenos de alegría por todo lo vivido y compartido.

En la próxima, jugando en Florencia y conociendo a María Elena Reviello, condesa de D'a Osta...

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