domingo, 2 de diciembre de 2007

Mi niñez en la Boca II

La Boca y nosotros.- Como ya lo
dije, la Boca era un barrio
típico de inmigrantes, gente
que había llegado en barcos, y
resuelto quedarse, avizorando
mejores horizontes, por lo menos
trabajo, que abundaba en aquella
época, al igual que sitios para
levantar la casa de chapas y madera, con desechos
que tiraban los astilleros, con la misma pintura
sobrante de los barcos, que usaban para sus
viviendas, por eso la mezcla policroma, que había
en todas las viviendas, y que era una de las
características del barrio.
Los trabajadores, mezcla de nacionalidades -con
predominio de genoveses-, trabajaban o bien en los
astilleros, reparando o pintando barcos, o en la
carga de los mismos, changarines en aquella época,
estibadores ahora, sin sindicatos, ni ley alguna
que los amparara, en su mayoría con muy bajos
jornales, que apenas si alcanzaban para subsistir.
Era bastante frecuente la muerte de alguno de ellos
por accidentes, y eran siempre los vecinos y algunos
amigos quienes ponían el dinero para el entierro,
ya que los que proporcionaban el trabajo, nunca se
conocía quien era el responsable. Parte de estas cosas
están reflejadas en los magníficos cuadros que pintó
Quinquela, quien mostró como nadie todas esas vivencias.
Nosotros formábamos un grupo de chiquillos casi todos
de la misma edad, que vivíamos en los clásicos
conventillos, así llamaban un poco despectivamente
a las casas típicas de chapa y madera. Cuando no
íbamos a la escuela -ya volveremos sobre este tema-
nos dedicábamos a recorrer el barrio, ya sea
buscando algo que pudiera ser de utilidad en nuestras
casas -chapas, maderas para el fuego, tachos vacíos de
pintura, que bien lavados servían como recipientes para
cocinar, o para poner plantas, no había rincón para
nosotros ignorado. Ya en los astilleros nos conocían,
ya que sabíamos llevar la comida a nuestros familiares
que trabajaban en horario corrido, no así los
changarines, que lo hacían de sol a sol, hasta que
estuviera completa la carga o descarga del barco, para
hacer a la salida la clásica parada en el boliche de
Pedrín a tomar la caña fuerte o el mas modesto vino
patero, elaborado en las tantas quintas de la Isla Maciel,
que estaba cruzando el Riachuelo, cuyos vagos de la misma
edad nuestra eran los irreconciliables enemigos en esos
gloriosos picados de fútbol. Acá quiero detenerme un
momento, porque eran toda una ceremonia esos clásicos
partidos, que jugábamos casi a diario en los potreros
que abundaban, y en los que siempre éramos locales, ya
que en la isla casi no había, ya que eran casi todas
chacras muy bien trabajadas por otros tanos, dueños de un
carácter no muy contemplativo para con nosotros, ya que
si por casualidad caía una pelota en su propiedad,
inmediatamente corrían y la cortaban a pedazos con los
cuchillos que usaban para cosechar la verdura, ¡y lo que
nos costaba conseguir esas pelotas, que se compraban con
las monedas que juntábamos con los vueltos de los
marineros que nos sabían encargar alguna compra. A veces
-y no eran pocas-, cuando no teníamos la clásica pelota
de goma, que atesorábamos guardando en la carbonería de
juanchin -esto merece otro capitulo- y muchas veces
cuando no había pelota, la improvisábamos con viejas
medias, rellenas de papel. Se hacían los desafíos a
20 o 30 goles, nunca por un tiempo determinado, los
arcos eran montones de guadapolvos y libros, ya que se
jugaba después de la salida del colegio, cuya asistencia
era inconmovible por la vigilancia de nuestras madres y
de doña Pietra, la portera, ya que el colegio era
pobrísimo, pero tenia portera, una mujer que realizaba
la limpieza, y que generalmente era nombrada por algún
allegado a Don Barceló, respetadísimo caudillo de la
zona, dueño de todos los votos, de la quiniela y de los
prostíbulos, de quien volveremos en otro capitulo,
ya que lo merece.
Nuestros elementos para concurrir al colegio era un
guardapolvito, que quien sabe por cuántas manos había
pasado, un pequeño cuaderno y un lápiz, por ahí alguno
también era propietario de una goma de borrar, que
compartíamos todos.
Lo más atractivo era la copa de leche y algún criollito
que nos sabían dar, mientras había presupuesto, según nos
contaban las maestras, que muchas juntaban entre ellas
el dinero para no privarnos de esa que a veces era la
única comida del día.

Mañana seguiremos con estas historias.

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